jueves, 29 de abril de 2010

AyPadreMío

Me mareo al ritmo de otros mareos, bailando la conga entre festejos internacionales y gritos de auxilio. Los otros que bailaban la conga lo hacían adentro del sucorazón. Adentro del de él, a dos metritos de mi panza, donde me encontraba mirando y sudando y creyéndole a los haces de luz los números de emblemas sesquicentenarios, de cuatro colores, de espadas ancestrales y anhelos ajenísimos, un trago que pudo haber sido exquisito, que pudo haberme bañado como un elixir dulce de abejas sureñas, si no hubiese sido por el grito, el de auxilio, el sudor más rojo que el mío, el impresionista trazo de cuerpo tendido desnudo, latiéndose al son de su propio son, hundiéndose en el recinto del dormitorio mismo, cuyas luces resultaban de pronto tan innecesarias, tan de interrogatorio, tan de sala de operaciones, tan de lo que en el fondo iba a venir siendo con la llegada truculenta y abismantemente vítica del motor de camión, los operadores, funcionarios de empresa, sicarios de este sudor (no los culpo, lo hacen bien), con uniformes acostumbrados al peso gordo del miedo, del socórreme, pero fue benévolo que la asistencia se instalara, que hubiera viajes y regresos de por medio, entre gritos, palabroncitas de querer, todo lo hendido en el plástico de la cotidiana caminata, paso a paso, ya cuarenta años en lo mismo y no me canso, difícil sería cansarme de ti, de tu expresión, de tu sonrisa entera y lagrimal, que reparte almidones de tierna confianza hasta en los círculos más despellejados, sonrisa que pasó, como todo y todos, por otros estadios, lugares innombrables en las comisiones oficiales, fusiles en manos equivocadas, celdas de tortura, calles y barricadas embarazadas, pintándose siempre del mismo color, tiñendo de vez en cuando los otros cuerpos con el virus del abrazo, a los obreros con celular y brazo hediondo, a los hijos repartidos en entrecejos de otros, perdidas en ciudades grandes, todos los cuales se tendieron, nos tendimos en el suelo de tu mano, hoy, hace un rato, recién, ahora mismo, ahora que el grito se disipó un poco con la benzocaína, porque la anestesia alivia el cunde-pánico de las paredes asustadas. Todos nos asustamos un poquito, ¿no? Al menos más que con los temblorcitos, porque sin el electro y sin los gritos, los sudores habrían sido de sangre, y cada mañana al comerme una tostada hubiera sentido ganas de romperme la cabeza contra la muralla por no haber gritado antes que tú, hubiera tenido que caer despacio con la vida entristecida por la oscuridad contigua. Pero todo sigue así como era antes, con la diferencia de que no es como antes, ya no estamos vestiditos de camisa y pantalón, ahora el calor de la primavera-verano y las semanas con malos sueños nos hace seguir, doliéndonos de cabeza y respirando lentito. Y sí, es difícil que nos congelemos, porque eso lo he entendido de tu sonrisa también, de tus brazos y tus manos en la pizarra, mientras yo lavaba la loza con agua fría, no había hipotermias que coagularan la alegría, que oscila, pero al menos hubo-HAY esa, la alegría

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