domingo, 2 de mayo de 2010

(sin titulo)

Cuando tras cientos y cientos de años de colgar de las lianas difícilmente reales (en el buen sentido de la palabra) para no ser absorbidos por círculos viciosos, dos personas atrás y dos adelante compartían un cigarrillo sin mirarse a las venas, en tanto en mis músculos muertos se cifraba la laxa esperancita de que repentinamente la ciudad completa despertara, y cualquier hijo de vecina me abriera las puertas de su casa, y luego su corazón, y dos manos ajenas a las dimensiones tradicionales, a cambio, mi cuerpo entero con la falda marihuanera desde mis encías de vino hasta los bajos instintos en ayuno. Si así, aunque mi duermevela tuviera que haber sido antes de almuerzo, las bombas no me hubieran alcanzado a reventar las mejillas amoratadas de frío, entonces hubiera tolerado el miedo de los rostros estampados de vacío sobre los billetes del mundo. Pero con el detenimiento de los semáforos siempreverdes y la tierra humedecida de sudor campesino (no me olvido que todavía satanizan el charango como monotonía marcial del bigote soviético), en la vereda desencajada enfrente de un bar que había cerrado hace al menos dos siglos, me acosté a mirar cómo la nieve cogía con el cielo delante de la mort-nuît, mientras la inspección dúctil sobre mi cara confundió las lágrimas de la soledad con el relieve sangriento del cuello de aquel hombre culpable de los déjâ vu de esta temporada, él, que no tuvo escudos de colores, ni fue mimado sobre algún pedazo de frontera, y sin embargo vuelve desde la inmovilidad como si mi carretera se encerrara en la mugre armónica del ciclo totalitario de fracaso a fracaso.

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